domingo, 12 de octubre de 2008

Miraba desde la azotea, a un lado y a otro, insistentemente, miraba y miraba. Buscaba una salida, una entrada, una obsesión, que sin ser obsesiva era lo que quería, pero no pretendía encontrarlo allí ni en ningún sitio. Tenía la costumbre de sentarse allí, después de cada noche loca, desesperada y desenfrenada, buscando un cómo, un por qué y el cuándo. No alcanzaba a comprender cómo, después de tanto tiempo iba y no venía, sino por ir, sola, sin sombra ni compañía, desdibujaba su sonrisa.
Quizás era aquella brisa, quizás la sangre que brotaba de su ceja izquierda, pero no lo sabía. Volvía a mirar, sin saber muy bien, sin haberlo estudiado previamente, pero lo hacía y aquellos cincuenta euros tirados en el suelo le hacían volver a suspirar.
El taxi no llegaba, tampoco lo había llamado, ni tan siquiera sabía el número, quizás fuese el doce o el veintitrés, su edad no importaba, realmente no lo sabía. Tan solo unos días atrás, miraba desde la misma azotea, saliendo de uno de los locales de moda y uno de los últimos rayos de sol de aquel verano le había dejado agotada, quizás perdió su virginidad en el futuro, pero seguía sin saber muy bien por qué estaba en aquella azotea.
Poco a poco recuperaba el sentido, la cámara de seguridad, el ron, las marcas en las muñecas y la colilla en el suelo. Ella no fumaba. Saco una moneda de su bolsillo derecho, limpió la sangre de su ceja con la manga de su camisa destrozada y la tiró al aire.
Recordaba solo calor, sudor y falta de aire. Gritaba, de placer o de dolor, solo gritaba y volvió a mirar las marcas de sus muñecas. Aquellas, que de pequeña le regalaron sus padres, con las que jugaba, sin darse cuenta que el juego había terminado hace tiempo, seguía en aquella azotea.
La noche tocaba a su fin, la canción terminaba y las primeras luces, fue las que colocó antes que las segundas, mientras vomitaba. Algo le sentó mal, buscó entre sus apuntes y corrió sin moverse, desabrochó el sujetador y lo lanzó al vacío, se sentía desnuda. El taxi no llegaba, aunque no recordaba haberlo llamado y aquel dedo inquisidor la señalaba como la culpable, sucia, demasiado sucia aquella acera, pero que importaba ya. Vio como su tanga, de encaje, transparente, caía también, al ritmo del latir de un corazón acelerado. Buscaba un motivo para estar en aquella azotea, no lo encontró y saltó.
Mientras caía recordaba los golpes, las voces, la melancolía de lo que fue y lo que es, de aquello que encontró un día y perdió al siguiente, de su noche de bodas, de la luna de miel. Aquel primer beso en la puerta de casa y el ultimo golpe en la cocina. El vino barato, la camisa sin planchar, la barba de tres días, el anochecer y el despertar agotada por no poder dormir. El susurro, el silencio, las caricias, el descanso al sentir el asfalto en su piel y finalmente, sin oírlo, lo escuchó. Una lágrima, el llanto, los gritos, el odio y las flores en la azotea. El cabrón la mató.

3 observaciones:

Anónimo dijo...
Anónimo dijo...

Que contrapunto el leerte,leer algo hermoso,y subir o bajar y leer algo desagradable.Suerte,pero se que vas a triunfar.R.G.C

13 de octubre de 2008, 20:48
Anónimo dijo...

sublime, me recuerda a los relatos de cortazar.





un saludo, vega*

14 de octubre de 2008, 14:55