Ensimismado en mi mismo, colocaba como mero autómata sobre la cinta, los productos que se encontraban en mi carro. Era como cualquier otro día que haces la compra, en no más de quince minutos, pues tienes claro lo que quieres y no te entretienes en las estanterías de las ofertas.
Miré el mensaje que me acaba de llegar a mi teléfono, cuando alguien me dijo “Manu, cuanto tiempo” Miré a la cajera y allí la encontré; era Yolanda, aquella que fue la primera en comer y beber de mi polla, cuándo apenas contaba con trece años.
Había cambiado mucho desde que fuimos compañeros en el colegio Pizarrales y quedábamos en su casa a escondidas cuando sus padres trabajaban para darnos el lote, meternos un poquito de mano y ver por primera vez, a una persona del sexo opuesto completamente desnuda. Nunca follamos, siempre era igual, cuatro besitos, camiseta y sujetador fuera, cuatro besitos más, resto de ropa fuera, y ya desnudos, pues lo que se llamaba, por aquel entonces “un dedo” y una mamada. El día que más cerca estuvimos de follar, fue en el viaje de fin de curso de octavo de EGB, pero no había condón, por lo que me volvió a chupar la polla, con Lucas, mi compañero de habitación dormido, o haciéndoselo, como se la meneaba el cabrón con aquella imagen, a dos metros escasos.
Yolanda ya no llevaba aquellos escotes de su mejor época, quizás, porque ese pecho tan perfecto y esbelto que lució hasta los veinte años, la última vez que la vi, se había caído, bien por el tiempo o por la niña que había tenido hacía unos meses.
Y al verla, tan mayor, tan perdida, tan demacrada, como buena esposa y mejor madre, resignada a la silla de su caja de E.Leclerc recordé que siempre quiso ser veterinaria y que su sueño, ahora no era otro que llegar a fin de mes.
Lamentable lo que hace el amor, renunció a estudiar en una universidad fuera de Salamanca por su chico, ese que ahora gana apenas 900 euros reponiendo productos en Carrefour, curioso que el “feliz” matrimonio trabaje para la competencia, renunció a la pasión de su vida, que eran los animales, por una niña, que apenas hace que le brillen los ojos cuando habla de ella, renunció a la vida que siempre quiso vivir, por un matrimonio, del que ahora duda si durará.
Y con cierta envidia, me miraba, mientras le contaba mis copas en Chueca el sábado, o le hablaba de mi despacho, después de decirme que hace algún tiempo leyó una entrevista a página completa en un periódico.
Me dijo, que le hubiese gustado vivir sola, como lo hacía yo ahora, que nunca tuvo esa opción, porque salió de casa de sus padres para irse a casa de su novio, que quería tiempo para ir al gimnasio, de compras o de cañas un jueves por la noche.
Que llevaba tres años de vacaciones, la boda, las deudas, la niña y que a veces, y solo a veces, cuando veía alguna película en la tele los sábados por la noche, extrañaba salir con sus amigas y tontear con algún chico guapo.
Y mientras me disponía a pagar el café que tomamos, en la cafetería del hiper, me preguntó ¿es caro un divorcio? Simplemente no la respondí, le di dos besos y me marché. Ella ya no puede soñar, solo pasar productos, para pagar los potitos de su hija, la vida, es para otros, para nosotros, para los que son como yo.